—Miren, un zorro —señaló Vadim con alegría.

—El gorro negro le está calentando el cerebro —comentó Mihail con burla y sin soltar su bastón. Esta herramienta de locomoción le hacía sentirse importante y lo usaba para golpear gente que decía idioteces.

—Tú también tienes uno, imbécil —le regañó Rodion a la vez que miraba al visitante vulpino.

El zorro los miraba con cautela a la vez que olisqueaba el suelo.

—¿Tendrá hambre?

—O tal vez, huele una hembra en celo —se rio Vadim.

—¿Recuerdan cuando podíamos seguirle el trote a las mujeres?

—Tú siempre pensando con el pito —se quejó Mihail. De los tres, Rodion le faltaba el respeto a la mujer con cada doncella que pasaba frente a él. No es que él no le dedicara una mirada larga pero discreta a alguna mujer que le llamase la atención, pero no llegaba al extremo de tener hijos ilegítimos con ellas.

Lo que Mihail añoraba más de su juventud, era su fuerza, su agilidad y su aguante para hacer cualquier tarea y soportar la vida en general.

Pocos hombres en el pueblo soportaban a Rodion por lo egoísta y relajado que era.

Vadim no era normal: era lento para entender, muy ingenuo y, de no ser por sus dos amigos, él no habría conseguido trabajo ni tendría la cabaña diminuta en la que vivía. Él apenas extrañaba su juventud. Si no fuera por las arrugas y las canas, él sería el mismo de siempre. Cuando estaba en su compañía, Mihail sentía que el tiempo no había transcurrido. El estado mental de Vadim podía ubicarse entre retraso madurativo y senilidad.

Mihail era el pegamento del grupo, aún en sus últimos años. La preocupación de ser el primero en irse y dejar a Vadim y a Rodin -en especial a Vadim- a su suerte, se la guardaba.