Guillermo se devanaba los sesos pensando en la siguiente jugada. Su orgullo y sus ganas de mejorar en el famoso juego de guerra eran lo que le había hecho asistir al club de ajedrez durante los últimos treinta y dos años.

Bonifacio y Lisandro permanecían a la mesa, uno como el contrincante y el otro como el profesor que ayudó a muchos a aprender y salir a comerse el mundo en ese juego.

Con una mano apoyada en una silla y la otra en su cadera Lisandro Bastos observaba el desarrollo de la batalla con disimulado fastidio. Ha tenido alumnos que, al pasar los años deciden rendirse y dedicar su tiempo en practicar otro deporte o darse un descanso de este antes de volver a la carga. Lo único bueno del esfuerzo de Guillermo es que se ha vuelto bueno bloqueando las jugadas y haciendo que duren varios días.

Bonifacio en cambio, es de los mejores estudiantes que ha tenido, pero no ha querido salir de la escuela ni de la ciudad donde vivía. Para él, esto era todo lo que necesitaba y el ajedrez, era sólo un juego. Su autoestima y su valía no dependía de cuanta gente derrotara. Bonifacio notó la envidia de Lisandro varias veces. Ignoró su mal humor porque no era un hombre peligroso.