Lisandro se levantó muy temprano el domingo siguiente a la semana santa. Había estado trabajando muy duro antes de esa fecha tan importante en el calendario religioso y Lisandro padre lo quería de vuelta en la oficina a primera hora de la mañana.

El hombre de cuarenta y dos años no tenía problema con cumplir con el horario, pero su progenitor era un esclavista: no importaba qué tanto sus empleados –familiares o no- se esforzaran, nunca era suficiente y él siempre quería más.

Hubo apuestas dentro de cada departamento del edificio donde quedaban las oficinas. ¿Quién heredaría cada puesto en caso de muerte o renuncia? ¿Cuál sería la mejor mentira a la hora de escapar a los
organizadores de fiestas dentro de su “segundo hogar”? ¿Quién heredaría el puesto de Lisandro Padre?
Mientras remaba, Lisandro hijo escuchaba música de los años ochentas y noventas porque le hacían sentirse en casa. Era la banda sonora perfecta para acompañar su sesión de ejercicio.

Él había probado con diferentes deportes, pero ninguno le satisfizo hasta que, viendo películas mientras estaba trabajando –porque el tiempo libre para él era sólo un concepto- dio con una que trataba sobre canotaje.

Con la apretada agenda que tenía no tenía tiempo para nada más allá del trabajo por lo que Lisandro tuvo que luchar por abrirse un espacio. La aparición de tiempo libre hizo saltar las alarmas de su padre y Lisandro se inventó varias mentiras para cubrir su nuevo pasatiempo.

Justo esa mañana, le llegó un mensaje para que abandonara la cama enseguida y fuese al trabajo. Irritado, Lisandro dijo que se encontraba enfermo y que iría en cuanto pudiera. Decir esto era mejor que decir que no podría ir.

La sesión iba de maravillas hasta que llegó al último tramo de su recorrido y vio a su padre parado en el muelle. Se veía furioso, aparte de obeso, calvo, con las venas a punto de saltarle de la frente, las sienes y el cuello, pero exitoso, eso sí.

Mientras amarraba la embarcación, Lisandro pensaba en cómo soportar los regaños.