Sabir tenía el hábito de salir a pasear por el parque los fines de semana. Era uno de los pocos momentos de esparcimiento que tenía por entonces. Salía de su casa, recorría las calles que se extendían desde su casa hasta el parque y, una vez atravesado el umbral, Sabir ponía su mente en "modo paseo" y se ponía a divagar sin temor a tener algún accidente ya que conocía cada parte de este. No tenía ni un sólo resquicio en su apretada agenda para dedicarlo exclusivamente a hacer ejercicio por lo que su paseo de los fines de semana eran sagrados.

—Carajo, hace frío —murmuraba con el puro apretado entre ambos labios—. Beberé té tan pronto vuelva a casa.

Sabir tenía, como costumbre, dar unas seis vueltas a lo largo del perímetro de senderos, manteniéndose siempre del lado derecho de los mismos para no tropezar con nadie.

Muchas veces pasaba que, al ver a los demás paseantes, se imaginaba cómo serían sus vidas cuando no estaban en público.

Una mujer con su perrito coincidieron con él en varios puntos del camino. Esta frecuencia le hizo fijarse en ella y, como era usual, dejó que su mente hiciera lo suyo.

Y sí que lo hizo. El escenario le puso en una casa de campo hermosa e idealizada con la mujer, el perrito faldero, un par de niños y a él como el dueño de todo eso. Sabir se detuvo en seco y trató de echar esa fantasía. Tosió un par de veces. Él sabía que una sacudida como la de la tos o ser empujado era muy útil para salir del ensimismamiento.

Cuando abrió los ojos, notó que la mujer le miraba. Le sonrió con incomodidad y echó a caminar a paso rápido. En vez de completar el circuito, ya que le faltaban dos vueltas, Sabir tomó la salida más cercana y regresó a su casa. Era como haber pasado de estar tranquilo e indiferente a desear algo sólo por tenerlo enfrente.

Una vez sentado a la mesa con una taza de té enfrente, Sabir trató de enfocarse en cosas más reales, pero no pudo. Más tarde, tras acostarse a dormir, tuvo un momento de autocomplacencia que le permitió pensar de forma racional.