Hay un cierto ritmo en ello, una poesía salvaje en el clic del ratón, el salpicón de colores que se derrama sobre el lienzo digital. Me sumerjo en mi trabajo como un borracho se sumerge en una botella: imprudente, hambriento, sabiendo que no encontraré la salvación, solo la emoción del acto en sí. La edición es mi salvación; una búsqueda implacable de algo crudo, algo verdadero, aunque solo sean píxeles y código.

Juego con las capas, ajusto el contraste, afino los bordes, tratando de esculpir una parte de mí mismo en este caótico mar de ruido digital. El proceso es una rutina, una rutina que me encanta, porque es donde me siento vivo, donde respiro el caos y escupo arte. Publicar en Steemit es el tiro final, el momento en el que lo expongo todo: crudo, sin filtros, sin disculpas. Observo cómo los números suben y bajan como el latido del corazón de un borracho, sabiendo que cada voto positivo, cada comentario, es una pequeña victoria en un juego tan impredecible como la vida misma.

Ganar criptomonedas es solo un efecto secundario, una extraña recompensa por las horas que paso frente a este desorden luminoso, una palmada digital en la espalda de parte de extraños que ven algo en mi locura. No se trata de riquezas, sino del proceso: la lucha interminable y hermosa de convertir el pensamiento en imagen, el caos en orden, lo intangible en algo tangible, aunque sea solo por un momento. Me encanta la forma en que mis dedos bailan sobre el teclado, la forma en que los colores se difuminan y chocan en la pantalla, la forma en que los píxeles se unen para gritar mi verdad.

A veces me pierdo en los detalles, en las pequeñas correcciones que nadie más nota, pero que hacen que todo se sienta bien: una obra maestra imperfecta en un mundo obsesionado con la perfección. Hay una adicción al proceso, una euforia que proviene de crear algo de la nada, de dar forma al caos y convertirlo en una obra de arte que puedo llamar mía. El mundo digital es mi refugio, mi patio de recreo, mi campo de batalla, donde lucho por dar sentido al ruido dentro de mi cabeza. Y cuando finalmente pulso «publicar», es como liberar un animal salvaje al mundo: indómito, crudo, tal vez un poco roto, pero mío. Las criptomonedas, los «me gusta», los comentarios... no son más que ecos de mi propia voz, que me devuelven un mar de desconocidos digitales. Y me encanta cada segundo de ello: este proceso de creación desordenado, hermoso e implacable que me mantiene cuerdo, me mantiene luchando, me mantiene soñando en píxeles y código, persiguiendo eternamente la próxima chispa de inspiración en el caos.