El tiempo en las calles

El aire cortaba como vidrio fino, suspendido entre las altas fachadas de una calle angosta, olvidada en algún rincón de la ciudad. El cielo, cubierto por un manto de nubes plomizas, dejaba filtrar una luz azulina que caía sin prisa, apenas tocando los balcones y cornisas de los edificios. A un lado, las paredes oscuras y agrietadas del viejo edificio parecían encogerse, temblorosas, bajo el peso de los años y del frío. Las persianas cerradas eran párpados cansados, y cada ventana guardaba su propio secreto en la penumbra.

Al otro lado, el contraste era una ilusión: la fachada clara, de molduras aristocráticas, sostenía balcones forjados con esmero, donde plantas moribundas se aferraban al hierro con una esperanza inútil. La belleza también puede helarse, pensó alguien alguna vez.

En el centro, como un péndulo congelado en mitad de su vaivén, colgaba una lámpara solitaria. Su sombra proyectaba una presencia muda sobre la calle vacía, como si vigilara los susurros de un tiempo que ya no pasa. Abajo, los negocios cerrados sellaban la escena con una promesa de silencio.

No había pasos. No había voces. Solo el murmullo del viento empujando los cables entre los edificios, como cuerdas de un instrumento que olvidó su melodía. Era una ciudad suspendida en hielo, no por la nieve, sino por el abandono lento, elegante, y cruel del tiempo.