Entre la bruma y el asfalto
El sol comenzó su ascenso en silencio, como cada día, en algún rincón tranquilo del mundo. Allí, en un sendero escondido entre árboles altos y raíces que conocen el paso del tiempo, la luz se filtró suave, dorando las hojas y dibujando sombras largas sobre la tierra húmeda. Era el primer aliento del día, ese instante en que el mundo aún no ha decidido quién quiere ser. Un amanecer que no necesita testigos, porque la belleza verdadera no grita: susurra.
Un caminante solitario pasó por allí, sintió el calor en la piel, cerró los ojos y respiró profundo. Sabía que, tarde o temprano, el día lo arrastraría de nuevo a la ciudad. Pero por un momento, se quedó inmóvil, como si pudiera guardar ese instante en los bolsillos, como si el tiempo se rindiera ante la calma del sol filtrado entre las ramas.
Y entonces, la transición.
Horas después, el mismo sol—ya más alto, más fuerte—se encontró con otro paisaje. Uno hecho de asfalto, de bocinazos impacientes y semáforos que repiten sus órdenes sin emoción. La ciudad hervía, llena de autos detenidos, de cuerpos cansados y pensamientos que corrían más rápido que el tránsito. Y sin embargo, allí estaba él otra vez: el sol, brillando con la misma fuerza que en el bosque, atravesando parabrisas, quemando esquinas, deteniendo el ritmo con su presencia imponente.
Por un instante, incluso la ciudad lo notó. Un destello cegador, un juego de luces entre metales, un recuerdo de la mañana que había comenzado lejos de allí, donde los árboles aún susurran y el silencio se siente como un lujo.
Y así, el sol cruzó el día, dejando su marca en cada rincón: en la bruma que acaricia la tierra, y en el humo que tiñe el cielo de la ciudad.
Porque no importa dónde estés—en medio de la naturaleza o atrapado en un semáforo—si sabes mirar, siempre habrá un sol abriéndose paso.