Escuadrón de Valientes
Buenas tardes a todos, espero que este pasando un buen domingo, a través de este post quiero compartirles uno de los mejores días que he tenido.
Ese día llegué cuando la tarde ya se había rendido al frío persistente de junio. Desde la vereda, el murmullo que escapaba por las hendijas del salón era una mezcla de risas, acordes de guitarra y el golpeteo metálico de una estufa que batallaba contra el invierno. La escena tenía algo de refugio, algo de hogar improvisado.
Al cruzar la puerta, lo primero que me abrazó no fue el calor, sino la escena: un telón negro con letras blancas que proclamaban “Escuadrón de Valientes”, flanqueado por la bandera argentina y la bandera cristiana. Bajo las luces cálidas, dos hombres de camuflaje ensayaban un abrazo que no era ensayo: era reencuentro, era salvación silenciosa.
En el centro del escenario, Rubén—más pastor que jefe, más hermano que líder—tomó el micrófono. A su lado, Marcelo, recién llegado desde algún rincón del interior, sostenía un mate como si fuera un ancla en medio de la tormenta. Le temblaban un poco las manos. Rubén se acercó y le apoyó el brazo sobre los hombros, como quien dice “estás en casa” sin decir una palabra.
—Cuando uno cae, a veces cree que no hay regreso —comenzó con voz serena—. Pero aquí estamos para demostrar lo contrario.
El silencio en la sala fue inmediato y denso, como una manta sobre el alma. En más de un rostro, se asomó esa humedad valiente que se cuela por los ojos cuando el corazón se reconoce.
Ese abrazo no fue protocolo. Fue un salvavidas. Un acto de guerra en nombre del amor: porque entre valientes, el primer escudo es siempre el calor humano.
Después del testimonio, las palmas subieron como olas, y con ellas el volumen de los parlantes. De pronto, los bancos de adelante se poblaron de juventud: Juanjo con su gorra de Superman, Ezequiel con buzo de equipo de barrio, Gustavo con su Buff y su chomba a rayas, siempre listo para largar una broma que rompe cualquier hielo. Detrás, una bandera celeste y blanca flameaba en la pared con una dignidad que no dependía del mástil.
La foto grupal los atrapó a todos como en una postal de camaradería: pulgares en alto, señales de victoria, sonrisas francas. Berni, al centro, con lentes y uniforme pixelado, alzó el mate como si fuera un trofeo. Detrás, Rubén sonreía con el corazón colmado: su escuadrón estaba completo.
Volví a mi asiento y miré el entorno: un santuario que era aula, cuartel y abrazo a la vez. Bancos de madera, un televisor con diapositivas de fe y segundas oportunidades, globos verdes y naranjas que parecían resistir el invierno como símbolo de esperanza. Cafés humeantes circulaban de mano en mano como ofrendas domésticas, mientras la estufa chisporroteaba como un pequeño fogón de patria y redención. En la pantalla, una flor abría sus pétalos lentamente, recordándonos que incluso la tierra más dura da fruto cuando recibe luz.
El momento más hondo llegó cuando todos fueron invitados al frente. Marcelo, ahora más firme, sostenía con manos extendidas una gran bandera argentina. A su lado, otros hombres—algunos con camperas gastadas, otros con chalecos inflados por el frío—extendían sus manos para sostenerla también. Y no era solo una bandera: era el peso compartido de sus propias historias.
Desde el atril, Rubén alzó la voz:
—No somos soldados de guerra, somos soldados de esperanza. Juramos lealtad al propósito que nos trajo hasta aquí: levantarnos… y levantar a otros que todavía creen que todo está perdido.
Un "Amén" resonó como un trueno manso. Hubo aplausos, abrazos, ojos que se humedecieron sin vergüenza. Comenzó la música: un himno sobre libertad, redención y la certeza de que cada caída puede ser antesala de un renacer. Las voces se unieron en un coro imperfecto, pero invencible: porque cantaban desde el alma.
Salimos tarde, cuando la noche ya había tejido su manto sobre el barrio. El aliento se volvía vapor, y las manos buscaban abrigo en los bolsillos. Uno de los chicos sostuvo la puerta para que salieran los últimos camuflados. Otro prometió un asado “cuando vuelva el sol”. Nadie se fue sin un abrazo, sin un “Nos vemos la próxima” que ya no era promesa, sino certeza.
Desde la vereda, miré una última vez el salón. Las luces se apagaban como luciérnagas cansadas, pero adentro algo quedaba encendido: una llama invisible, alimentada por hombres que habían entendido, al fin, que la verdadera valentía no se mide por medallas ni por uniformes… sino por la capacidad de sostener al hermano cuando flaquea.
Y así, bajo el cielo helado, emprendí la vuelta a casa con un nuevo lema grabado en el pecho:
No siempre elegimos las batallas… pero sí podemos elegir pelear juntos.
Espero que les haya gustado esta historia.
Tanto las fotografías como el contenido son de mi autora.
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