Había algo en el aire que anunciaba que ese día iba a ser especial. No era el calendario ni una excusa cualquiera: era ese impulso simple, casi instintivo, de encender el fuego y reunir a los de siempre. El olor del carbón recién prendido empezó a mezclarse con el viento, y supe que el asado estaba por comenzar, aunque todavía no hubiera puesto ni un solo corte sobre la parrilla.

Cuando por fin la carne tocó el hierro caliente, todavía estaba cruda, roja y brillante, como una promesa. El fuego respondió con un crujido breve, un saludo de bienvenida. El sol me daba de lleno en la cara, el humo subía lento, y todo alrededor parecía detenerse un instante, como si el tiempo entendiera que lo importante estaba pasando ahí, frente a las brasas.

El primer chisporroteo de la grasa cayendo sobre el carbón fue música. Ese sonido que no necesita palabras para decirte que vas por buen camino. Acomodé los cortes con calma, les eché sal gruesa y respiré profundo. Ese aroma —mezcla de carne, humo y paciencia— es el perfume más sincero que conozco.

De a poco, los colores fueron cambiando. El rojo se volvió dorado, el dorado se hizo costra, y el aire se llenó de un humo espeso, delicioso, que se mete en la ropa, en la piel, en los recuerdos. Me impacientaba, claro, pero también disfrutaba ese intervalo, ese tiempo lento que solo el asado sabe enseñar.

Cuando llegó el momento de dar la vuelta a los cortes, vi lo que esperaba: una superficie crujiente, marcada por el fuego, con el jugo guardado adentro. Sonreí sin decir nada. Un poco de chimichurri, un pan tibio, el cuchillo listo… y las voces que ya se acercaban, atraídas por el aroma.

Porque eso es el asado: no solo carne ni brasas. Es el fuego que reúne, la espera que vale la pena, y la certeza de que todo —absolutamente todo— sabe mejor cuando se comparte.

Texto y fotografías de mi propiedad.