NOENTENDO

in #cuento5 days ago (edited)

image.png

Un idioma, cosa extraordinaria, cosa compleja y misteriosa. La historia bíblica habla del tiempo en el que hubo un solo idioma, un desafío al omnisciente; porque un solo idioma indujo a un mismo pensamiento, a una única visión de poder, de allí el Babel (después proscrito), a Nemrod desafiando a Dios, y finalmente la voluntad divina dispersando al hombre con múltiples idiomas.

José Antonio Ramos Sucre decía hermosamente que, “un idioma es el universo traducido a ese idioma” y un historiador del simbolismo religioso Manfred Lurker que, “el lenguaje es el medio en el que centellea la plenitud visible y oculta del mundo”, siendo el lenguaje, algunas veces, una manifestación concreta de él.

Es precisamente, en un país extranjero, del que tenemos un conocimiento precario de su idioma, donde sentimos esa confusión que debió haber vivido el hombre primitivo a los pies de la torre. Sin embargo, como dice el refrán “no hay mal que por bien no venga”, es lo que parece entrañar un magnífico texto “Del amigo de la casa” Johann Peter Hebel quien narra los momentos estelares de un alemán en Amsterdam, que no entendía ni una papa del idioma holandés, siendo a través de una muy íntima y confusa aventura, que logra explicarse cosas complejas de la existencia humana. He aquí el texto integro del escritor alemán:

NOENTENDO

El ser humano, si quiere, tiene desde luego cada día la oportunidad de divagar tanto en Emmendingen como en Guldenfingen como tambiñen en Amsterdam sobre la transitoriedad de las cosas terrenales y de conformarse con su destino aun cuando no ate perros con longaniza. Un extraño desvío necesitó, sin embargo, un joven artesano alemán en Amsterdam para acceder a través del error a la verdad y a su conocimiento. Porque después de llegar a esa inmensa y rica ciudad comercial, llena de edificaciones magníficas, barcos bamboleantes y personas ajetreadas, en seguida le llamó la atención una casa grande y hermosa como nunca había visto en su peregrinaje de Tuttlingen a Amsterdam. Mucho tiempo dedicó a contemplar con asombro el suntuoso edificio, las seis chimeneas en el tejado, los hermosos alféizares y las altas ventanas, más grandes que la misma puerta de la casa de su padre. Al final no pudo evitar dirigirse a un transeúnte. “Amigo-dijo-¿puede usted decirme el nombre del dueño de esta preciosa casa con la ventana llenas de tulipanes, ásteres y alhelíes?” El hombre, que seguramente tenía cosas más importantes que hacer y por desgracia entendía tanto alemán como holandés el preguntador, o sea, ni palabra, respondió de forma concisa y un tanto impertinente: “Noentendo”, y prosiguió su camino. Se trataba de una palabra holandesa, o bien mirado, de dos, que significan tanto como: “Yo no lo entiendo a usted”. Pero el bueno del forastero creyó que era el nombre del señor por el cual acababa de preguntar. Debe ser un hombre muy acaudalado el señor Noentendo , pensó y siguió adelante. Una calle por aquí, una calle por allá, hasta llegar finalmente a la bahía que se llama Het Ey, es decir, la i griega. Había allí barcos pegados a barcos y mástiles pegados a mástiles, y nuestro hombre no sabía al principio cómo arreglárselas con sus únicos dos ojos para contemplar y saciarse con todas esas curiosidades y maravillas, hasta que llamó finalmente su atención una gran nave que acababa de llegar de las Indias Orientales y que estaba siendo descargada . Ya había en tierra hileras de cajas y balas yuxtapuestas y superpuestas . Y el barco seguía vomitando otras, así como toneles llenos de azúcar y café, de arroz y pimienta, y también, con perdón, de mierda de ratones. Sin embargo, después de contemplar largo rato el espectáculo, preguntó por fin a uno que sacaba una caja sobre el hombro cómo se llamaba el afortunado al que el mar traía todas estas mercancías a tierra. “Noentendo”, fue la respuesta. Y él pensó: caramba, ahora caigo. No es de extrañar, claro: la persona la que el mar acarrea tantas riquezas, bien puede levantar casa como aquella y poner tulipanes como aquellos en tiestos dorados delante de las ventanas . Deshizo entonces lo andado al tiempo que se sumía en tristes cavilaciones respecto a su condición de pobre diablo en medio de toda esa gente rica que puebla el mundo. Pero mientras decía para sus adentros: ojalá tuviera yo un día la suerte de este señor Noentendo, dobló una esquina y se topó con un cortejo fúnebre. Cuatro corceles disfrazados de negro tiraban a paso lento y melancólico un coche fúnebre igualmente revestido de negro, como que si supieran que llevaban un muerto a su última morada. Les seguía una larguísima comitiva de amigos y conocidos del finado, pareja tras pareja, todos en silencio y envueltos en negros abrigos. Una campanita solitaria doblaba en la lejanía. De nuestro forastero se apoderó una sensación de pesadumbre que afecta a todo hombre de bien cuando ve un cadáver , y se detuvo respetuosamente con el sombrero en las manos hasta que el cortejo hubo pasado. Sin embargo, se acercó al último miembro de la comitiva, que en ese preciso instante calculaba para sus adentros las ganancias que podía sacar de su algodón si añadía diez florines al precio del quintal, lo cogió con suavidad del abrigo y pidió disculpas con gesto candoroso. “Por quien sonaba la campanita debe de haber sido un buen amigo suyo-dijo-. porque lo veo a usted muy afligido y pensativo. “Noentendo”, fue la respuesta. En ese momento, unas cuántas gruesas lágrimas asomaron a los ojos de nuestro vecino de Tuttlingen, y se sintió de pronto apesadumbrado y al mismo tiempo aliviado. “Pobre Noentendo-exclamó-¿de qué te ha servido toda tu riqueza? Te ha aportado lo mismo que yo también recibiré de mi pobreza: una mortaja y un sudario, y de todas tus bellas flores quizá un romero sobre tu pecho frío o tal vez una ruda”. Sumido en estos pensamiento acompañó al cadáver hasta la tumba como si formara parte del duelo, vio descender al supuesto señor Noentendo a su sepultura y se sintió más conmovido por el sermón fúnebre holandés, del que no entendió ninguna palabra, que por algunos pronunciados en además a los que no prestaba atención. Con una sensación de alivio en el corazón se retiró al cabo con los demás y comió luego con apetito un trozo de queso de Limburgo en la fonda donde se alojaba y donde si entendían alemán: y cuando le costaba entender que hubiera en el mundo tanta gente rica y él fuera tan pobre, pensaba en el señor Noentendo de Amsterdam , en su gran casa, su magnífico barco y su tumba estrecha.