El Secreto de las Cuevas y el Pañuelo de Valeria
El sol de Lima, por una vez, había decidido no
comportarse como ese pariente tímido que siempre
se esconde detrás de la garúa. Era sábado y el cielo
parecía recién planchado. Darius, con su habitual
energía de entrenador espiritual no solicitado,
había convocado a la mancha para la famosa
caminata a la Chira, esa especie de peregrinación
moderna que combinaba acantilados, mar y
conversaciones existenciales con olor a bloqueador
solar.
—¡Nos encontramos en Barranquito a las nueve! —
había gritado Darius por el chat grupal—. Puntuales
o los dejo con los pelícanos.
Borja apareció con lentes oscuros, sosteniendo una
botella de agua como si fuera una copa de vino caro.
Diogo llegó con su clásica mochila con todo: desde
repelente hasta una brújula que nunca usaba.
Christofer venía sonriendo como quien acaba de
hacer una travesura, y con él, una figura nueva:
Valeria, su visita de Malasia, con un pañuelo rojo
atado al cuello y un brillo en los ojos que parecía
conocer secretos de otras selvas.
—Esta ruta es mágica —dijo Valeria con voz suave
mientras bajaban por la trocha a la altura de La
Herradura—. Hay espíritus en estas piedras.
Darius soltó una risa, pero una de esas nerviosas,
que suenan como quien no cree pero no quiere
tentar al destino.
Llegaron a las cuevas tras una caminata de dos
horas que incluyó chistes sobre política, una carrera
de lagartijas (organizada por Christofer), y un
momento en que Borja se quedó en silencio
mirando el mar, como si viera algo que los demás
no podían.
Fue Valeria quien, sin decir nada, se metió a una de
las cuevas más oscuras. Diogo la siguió sin pensar.
Borja levantó una ceja. Darius bufó. Christofer los
grabó por Instagram.
Adentro, el aire olía a algas y a historia. Valeria se
detuvo, se sacó el pañuelo del cuello y lo dejó
colgado en una roca como una ofrenda. De
inmediato, la cueva pareció susurrar. No era el
viento. Era algo más... como una voz lejana
diciendo: “Gracias.”
Todos se quedaron quietos.
—¿Tú también lo escuchaste? —preguntó Borja, sin
sarcasmo.
—Lo escuchamos todos —respondió Valeria, como
si fuera lo más normal del mundo.
Salieron de la cueva sin decir palabra. Afuera, el sol
seguía brillando, pero todos miraban las olas con
otra cara. Como si hubieran entendido algo, aunque
no sabían qué.
—¿Y ahora? —preguntó Christofer, con tono chill.
—Ahora caminamos —dijo Darius—. Pero con
respeto.
Desde entonces, cada vez que alguien del grupo
vuelve a La Chira, deja algo en esa cueva: una
piedra, una flor, un chicle masticado (Christofer). Y
nadie vuelve igual.
Porque a veces, un día perfecto no es el que sale
bien, sino el que te cambia un poquito, aunque no
sepas explicar por qué.
-Narrador Limeño de las 4 Almas-