La Pichanga de los Viernes Eternos
Todo empezó un lunes por la noche, cuando Darius,
aún con resaca emocional de su viaje místico a Las
Vegas, lanzó la propuesta más inesperada en el chat
grupal:
—Gente, ya fue el trago. Mejor pongamos una
pichanga fija cada viernes. ¡Pelota, sudor y dignidad
recuperada!
Borja respondió con un sticker de un monje budista
con chimpunes. Diogo mandó un pulgar arriba.
Christofer dijo que sí, siempre y cuando pudiera
usar su short de leopardo fluorescente.
El primer viernes llegaron al campo sintético de
Jesús María con botellas de agua, polos viejos de
promociones escolares y las ganas intactas. Darius
había reservado la cancha “La Bombonera de la fe”,
atendida por un señor sin cejas llamado Don Chito,
que juraba haber jugado con el Chorri.
Al principio fue normal: tiros desviados, gritos de
“¡abre la banda!” y caídas dramáticas de Christofer.
Pero al minuto 32, justo cuando Borja hizo un pase
de taco (por error), el tiempo se congeló.
Literalmente.
El cielo se quedó quieto, una paloma suspendida en
el aire. El balón flotaba a medio metro del suelo.
Todos miraron a todos sin poder moverse, salvo
Darius, que gritó:
—¡¿Qué han hecho, pe?! ¡Esta jugada ha roto el
espacio-tiempo!
Apareció una figura en medio del campo. Un árbitro
con cara de abuelita y silbato de oro.
—Han despertado el espíritu de la Pichanga Eterna
—dijo la figura—. Desde ahora, todos los viernes
deberán jugar. Si no lo hacen… el universo perderá
su equilibrio.
—¿Y si uno se lesiona? —preguntó Diogo.
—El reemplazo será elegido por sorteo cósmico —
dijo la abuelita, desapareciendo entre una nube de
linimento.
Desde ese día, todos los viernes, llueva o truene, los
cuatro están ahí. Y si no pueden, alguien siempre
aparece en su lugar: un viejo con muletas que corre
como Mbappé, un niño que parece saber kung-fu
futbolístico, o incluso, un doble idéntico de Darius
con voz más aguda.
Cada viernes, la cancha se transforma: a veces el
pasto es de azúcar, otras de ají limo. El arco se
mueve si detecta flojera. Y Don Chito sigue ahí,
sonriendo sin cejas, como si supiera más de lo que
dice.
—Nunca creí que dejar el trago fuera tan surrealista
—murmura Christofer cada viernes, al marcar el gol
final que reinicia el tiempo.
Y así, en la cancha encantada de Jesús María, entre
botines gastados y camisetas sudadas, los cuatro
han encontrado algo más que ejercicio: una
conexión mágica que los obliga a seguir corriendo,
no solo por la pelota, sino por lo que alguna vez
perdieron en el camino.
-Narrador Limeño de las 4 Almas-