Los Cuatro de Lima en la Ciudad del Pecado

—Ya fue, mano. Vamos a Las Vegas —dijo
Christofer una tarde cualquiera, mientras tomaba
un marciano de aguaymanto en la vereda.
Darius alzó una ceja, como si alguien hubiera
propuesto colonizar Plutón.
—¿A qué? ¿A perder plata y dignidad?
—¡A vivir! —gritó Borja, que acababa de vender un
NFT de una palta filosófica por tres mil dólares.
Diogo, que normalmente evitaba la euforia
colectiva, solo asintió mientras revisaba si su
pasaporte seguía vigente. Lo estaba. Era señal.
Días después, aterrizaron en el desierto con lentes
de sol, mochilas con turrones y una promesa tácita:
Todo lo que pase en Las Vegas, se queda en Las
Vegas.
Apenas pisaron la alfombra del hotel, algo cambió.
Darius empezó a hablar con acento mexicano.
Christofer solo se comunicaba con mímica. Borja se
vestía como un mafioso de los años 20, y Diogo,
misteriosamente, empezó a ganar en todas las
máquinas tragamonedas sin saber cómo.
—Creo que esta ciudad me adopta —dijo Diogo,
mientras una viejita le entregaba su bastón como
ofrenda.
Esa noche fue una coreografía de absurdos: se
metieron por error a una boda hawaiana donde
Christofer terminó siendo el padrino de un
matrimonio entre un Elvis gordo y una drag queen
brasileña. Darius se peleó con un animador de circo
por usar demasiada brillantina. Borja participó en
una competencia de ajedrez contra un mono con
corbata. Y Diogo, sin entender cómo, fue
confundido con un gurú del poker espiritual.
—Respira... y siente el flop —le decía a un japonés
millonario que lloraba al perder.
En algún momento de la madrugada, los cuatro
terminaron en una limusina con luces de neón que
olía a pisco. Nadie sabía a dónde iban. El chofer
solo decía: "La suerte los guía."
Y ahí, en medio del desierto, la limusina se detuvo.
Frente a ellos, una cabina telefónica roja, como esas
inglesas, pero con una ranura para monedas
peruanas. Diogo la miró. Insertó una de sol.
Sonó. Contestó una voz.
—Gracias por visitar Las Vegas. Ustedes no ganaron
nada… pero tampoco perdieron lo que importa.
La línea se cortó. Y al instante siguiente, estaban de
vuelta en Lima. Sentados en la banca del parque
Kennedy, con resaca moral y el sol limeño pegando
como si nada hubiera pasado.
—¿Fue real? —preguntó Borja.
—¿Qué importa? —respondió Darius—. Lo que pasa
en Las Vegas...
—...se queda en nosotros —completó Diogo.
Christofer abrió su mochila. Tenía dentro un cactus
pequeño con gafas de sol y una notita que decía:
"Gracias por la boda."
Y así, como siempre, regresaron con más preguntas
que respuestas. Pero eso sí, con una historia que
jamás contarían... excepto en sueños o bajo efectos
del turrón.

-Narrador Limeño de las 4 Almas-