Una noche en Puñalito
Fue Borja, contra todo pronóstico, quien lanzó la
idea durante un almuerzo lleno de arroz chaufa y
gaseosa tibia.
—¿Y si pasamos una noche en el barrio más
peligroso de Lima? Como reto. Experiencia urbana
total.
—¿Qué, en Puñalito? —dijo Darius, mientras se
limpiaba la boca con una servilleta
sospechosamente húmeda.
Puñalito no aparecía en Google Maps, pero todos
sabían dónde quedaba: al fondo de todo, después
del paradero final, donde el micro ya no pasa y
hasta los perros piden DNI. Un barrio de casas
colgadas en el cerro, con murales que lloran sangre
y una cancha de fútbol donde se dice que cada gol
cobra una deuda pendiente.
—Yo voy —dijo Christofer, con tono heroico—.
Además, dicen que los anticuchos ahí son místicos.
—Solo si llevamos al menos una flauta dulce para
defensa —dijo Diogo.
Esa misma noche, como si fueran adolescentes con
tiempo libre y problemas existenciales, llegaron los
cuatro en una mototaxi que parecía más bien una
caja de fósforos tuneada. El conductor les deseó
suerte sin mirar atrás.
Ya en Puñalito, todo era distinto. El aire olía a
pólvora vieja y sopa instantánea. Los postes
parpadeaban como si pestañearan. Un gato los
siguió por tres cuadras, susurrando en quechua
antiguo.
—Mira ese cartel —dijo Darius, señalando un mural
que decía: "No temas al cuchillo, teme al que lo
esconde".
La consigna era clara: pasar la noche sin volver
atrás. Sin celulares. Sin pedir ayuda. Solo los cuatro
y la noche.
Se instalaron en un parque oxidado con una banca
coja. Comieron panes con atún que Borja había
traído como si fueran tesoros medievales.
A las once, una señora apareció con un carrito de
emoliente. Nadie sabía de dónde había salido.
—¿Quieren el de valeriana o el que da sueños raros?
—preguntó.
Eligieron el segundo, por supuesto.
A medianoche, los sueños comenzaron. Darius soñó
que lo elegían alcalde de Puñalito tras ganar una
pelea de gallos dialéctica. Christofer vio a Valeria
vestida de sirena urbana, nadando en el aire entre
los postes. Borja flotaba sobre una biblioteca donde
cada libro era un recuerdo que aún no vivía. Diogo
hablaba con un perro de tres ojos que le daba
consejos de inversión.
Despertaron al amanecer, todos echados en el pasto
como si fueran parte del decorado. El gato aún
estaba ahí, pero ahora usaba lentes de sol.
—¿Sobrevivimos? —preguntó Christofer, mientras
estiraba los brazos.
—Más bien nos adoptó el barrio —respondió Borja.
—O nos quedamos dormidos en el parque de Surco
—dijo Darius—. Pero no se siente igual.
—Eso no fue un sueño —susurró Diogo, sacando del
bolsillo una moneda con la cara de un presidente
que nunca existió.
Regresaron caminando, sin hacer mucho ruido.
Nadie volvió a mencionar Puñalito, pero todos
sabían que algo había cambiado. Cada uno había
dejado algo allá: un miedo, una duda, una parte del
ego.
Y eso, para ellos, valía más que likes o historias de
Instagram.
-Narrador Limeño de las 4 Almas-