Enjoying a delicacy || Disfrutando un Manjar [Eng/Esp]
Yesterday we decided to treat ourselves to a special moment. It was one of those days when the heart craves a pause, and the soul, something delicious. We walked hand in hand to a Peruvian restaurant that had always caught our attention, its warm aroma wafting through the door like an invitation hard to refuse.
As we entered, the scent of chili peppers, corn, and fried foods enveloped us like a shared embrace. We chose a table by the window, where the soft afternoon light fell upon us, and we looked at each other with that complicity that only grows with time. Without thinking much about it, we ordered one of the classics we both love: broasted chicken with homemade potatoes and natural jus.
When the dish arrived, our eyes met as if the banquet had been prepared just for us. The chicken, seared to perfection, crunched at the first cut, and when we tasted it, it was as if the world stopped for a moment. Juicy on the inside, spicy on the outside, it was the kind of bite that makes you close your eyes and smile without realizing it.
The potatoes, golden and tender, seemed to have been served with just the right amount of love, and we accompanied them with Peruvian creams: aji amarillo, homemade mayonnaise, and that little rocoto sauce that made us laugh every time someone got more spicy than expected. Between laughter, glances, and tastes, everything flowed smoothly.
To crown the moment, a chilled pitcher of passion fruit juice, as thick and fresh as kisses after a heartfelt conversation. We toasted with our eyes rather than with our glasses, and in that silent gesture, we knew that the important thing wasn't just the food, but being together.
It was a simple meal, yes, but also magical. Because when flavors blend with affection, and dishes are shared with those you love, every bite is a memory, and every memory, a celebration of love.
Ayer decidimos regalarnos un momento especial. Fue uno de esos días en los que el corazón pide pausa, y el alma, algo sabroso. Caminamos tomados de la mano hasta un restaurante peruano que siempre nos había llamado la atención, con su aroma cálido escapando por la puerta como una invitación difícil de rechazar.
Al entrar, el perfume del ají, el maíz y las frituras nos envolvió como un abrazo compartido. Elegimos una mesa junto a la ventana, donde la luz suave de la tarde caía sobre nosotros, y nos miramos con esa complicidad que solo crece con el tiempo. Sin pensarlo mucho, pedimos uno de los clásicos que ambos amamos: pollo broaster con papas caseras y jugo natural.
Cuando llegó el plato, nuestros ojos se encontraron como si el banquete hubiera sido preparado solo para nosotros. El pollo, dorado a la perfección, crujía al primer corte, y al probarlo, fue como si el mundo se detuviera un instante. Jugoso por dentro, especiado por fuera, era el tipo de bocado que te hace cerrar los ojos y sonreír sin darte cuenta.
Las papas, doradas y tiernas, parecían haber sido servidas con la medida justa de amor, y las acompañamos con cremas peruanas: ají amarillo, mayonesa casera y esa salsita de rocoto que nos hizo reír cada vez que alguno se picaba más de lo esperado. Entre risas, miradas y sabores, todo fue fluyendo sin apuro.
Para coronar el momento, una jarra helada de jugo de maracuyá, tan espeso y fresco como los besos después de una conversación sincera. Brindamos con nuestras miradas antes que con los vasos, y en ese gesto silencioso supimos que lo importante no era solo la comida, sino estar juntos.
Fue una comida sencilla, sí, pero también mágica. Porque cuando los sabores se mezclan con el cariño, y los platos se comparten con quien se ama, cada bocado es un recuerdo, y cada recuerdo, una celebración del amor.
