Mientras espero
Saludos y bendiciones, steemians del mundo.
Las esperas me resultan insoportables. He renunciado al disfrute de maravillosas experiencias como conciertos y obras teatrales por no tener que sufrir la espera previa. Además, los artistas son exageradamente impuntuales. Así también los médicos. Por estos he estado obligada a esperar porque, de no hacerlo, tendría que haber cargado con males de salud hasta que mi cuerpo se acostumbrase, los sanara de manera autónoma o ellos acabaran con mi existencia.
Sin embargo, estas esperas las sobrellevo con la lectura de alguna novela. Siempre me acompaño de buena literatura y me sumerjo en las páginas de algún relato mientras el mundo lleva su ritmo.
El vagón de tercera clase (1864), de Honoré Daumier
Imagen suministrada por @solperez para este concurso
Sin embargo, mientras viajo no puedo leer porque sufro de cinetosis. Así que estoy obligada a permanecer lo más serena posible mientras llego a mi destino. Es contraproducente ir leyendo pues la combinación del movimiento externo y el de las cuencas oculares intensifica el mareo del viajero.
Entonces mi vía de escape es inventar historias en torno a las personas con quienes comparto el vagón.
La semana pasada viajé sentada en frente de una señora – en realidad dos – y un niño – en realidad dos – que ya estaban en el vagón cuando yo lo abordé y ocupé el único asiento que quedaba disponible.
Enseguida su historia vino a mí como una revelación divina:
Imagen creada en Ideogram.ai especialmente para esta publicación
La señora no era una anciana, aunque vestía como tal, y fingía ser de clase baja a pesar de ser una dama adinerada. Había secuestrado al niño que estaba sentado a su lado. Era su hijo, pero aquello sería considerado un secuestro porque no contaba con el permiso de su esposo y padre del niño a quien había decidido abandonar.
Aquel "disfraz" de mujer pobre lo había conseguido muy fácilmente cambiándole sus prendas de vestir a una andrajosa mujer que trabajaba en la terminal del tren por las que esta usaba en aquel preciso momento. Sabía que su ofendido esposo mandaría por ella a los guardias de la municipalidad y estos buscarían a una dama elegante en los vagones de primera clase.
Sus ropas y su lenguaje corporal bien ensayado y conscientemente representado decían que era una anciana, pero su mirada airada y su claro esfuerzo por ocultar su bien cuidada cabellera, aparte del niño bien vestido que llevaba a su lado, me revelaban la verdadera identidad de aquella compañera de viaje.