El balcón del ruiseñor

Un pequeño balcón repleto de junglas de plantas y macetas de colores. Cada día, la luz del sol se filtraba a través del follaje, delatando un brillo cálido y relajante. Allí, un ruiseñor siempre venía a cantar.

El pájaro hizo su primera aparición con la llegada de la primavera. Su canto sutil y melodioso confortaba al querido oyente. La dueña del hogar, una abuela llamada Siti, había empezado a hacer señas para que el ave amortiguara allí todos los días. Hacía migas de pan y las posaba en la reja del balcón, para que volviera el ruiseñor.

Entre tanto, se estableció una relación curiosa y conmovedora con cada día que pasaba. El ruiseñor parecía saber que la abuela Siti era una amiga. Y cuando la abuela regaba las plantas, el pájaro se paraba en la maceta, cantando como si la estuviera saludando. A veces la abuela contaba historias de cuando era joven, acerca de su marido, que había edificado el balcón con sus propias manos.

Una mañana, el ruiseñor no llegaba. Caían lluvias torrenciales y vendavales furiosos. La abuela Siti se encontraba sentada a la espera de que el cielo le diera una buena mirada en un rato de inattesa ansiedad. Oraba por seguro su amiguito estuviera. Después de tres días, cesó la lluvia. Y entre las últimas gotas, nuevamente se oyó el canto habitual.

El ruiseñor regresó, con las plumas ligeramente húmedas, pero su voz aún hermosa. La abuela Siti sonrió con emoción mientras las lágrimas caían lentamente. El balcón, que antes se sentía desierto, volvió a la vida. Desde entonces, cada mañana en el balcón de la vieja casa se ha acompañado del canto de amistad entre un humano y un pajarito fiel.

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