Iba a casa de mi abuelo en el pueblo con mi familia esa mañana. El viaje en coche duró aproximadamente dos horas desde la ciudad, los interminables arrozales verdes y las ondulantes colinas me relajaban. Realmente estaba emocionado de visitar a mi abuelo después de tanto tiempo. Vivía solo desde que murió mi abuela, pero estaba tan enérgico y lleno de vida como siempre. Mi abuelo nos saludaba en el porche con una calurosa sonrisa. “¡Guau, mi nieto está aquí!” exclamó mientras me abrazaba.

La humilde cabaña de madera todavía estaba en pie, grata compañía de aquellos recuerdos de infancia. El suave zumbido del pueblo al que llamaba hogar, el canto del gallo al alba y el olor del aroma en tierra fresca tras una llovizna débil me llenó de calma. Tomamos asiento en el viejo porche de madera, acompañados de una taza de té caliente y las frituras de mi abuelo.

Empezó a contarme historias de su juventud, y de cómo trabajaba noche y día para criar a mi padre y construir esta casa desde sus cimientos. Sus historias eran siempre tan vivaces que no podía dejar de sorprenderme. Después, del almuerzo dimos un paseo por el jardín trasero de mi abuelo. Me ayudó a recoger mangos y a regar sus plantas, aunque cada paso le generaba dolor en su viejo cuerpo gastado, su rostro seguía lleno de vida.

Al anochecer, tuvimos que regresar al pueblo. El abuelo nos acompañó hasta el coche, saludando constantemente. "No tarden mucho si quieren venir", dijo en voz baja. Sentí una oleada de alegría y tristeza.

Esa breve visita me enseñó que el tiempo con la familia, especialmente con los padres y los abuelos, es precioso. Me prometí en silencio ir más a menudo y pasar tiempo con el abuelo.

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