La tentación de la caleta

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No sé cuánto es la probabilidad de que un ser humano, a lo largo de su existencia, se encuentre, por pura casualidad, una fortuna de 600 millones de dólares, pero debe ser algo que roza casi lo imposible. Se trata de una de esas fantasías que albergamos cuando somos niños y comenzamos a tomar conciencia del dinero, que se mantiene como un remoto anhelo en la temprana adolescencia y se aplaca, pero no se esfuma por completo de nuestra imaginación en la adultez. Por eso, desde un primer momento, nos parece una locura que a alguien que se le hizo realidad uno de nuestros más emblemáticos sueños decida renunciar a ese tesoro tan fácilmente.

Claro, quien no se encuentra inmerso en la situación puede manifestar tranquilamente que se hubiese quedado con el botín o que, por sus convicciones morales, lo hubiese entregado a los entes legales que se ocupan de estos casos. Sin embargo, no debe ser nada fácil enfrentarse a esa disyuntiva cuando semejante cantidad de dinero se encuentra en nuestras manos y tenemos muy presente que no es nuestro, que no proviene del sagrado fruto del trabajo y que, por otra parte, nos puede solventar las penurias económicas. Sé muy bien que, si fuese yo el que me encontrase en este dilema, lo pensaría una y mil veces por todas las implicaciones éticas y legales que encierra, pero me quedaría finalmente con esa fortuna, o con una buena parte de esta.

En mis reflexiones me veo igual al hombre del cuento que se estaba ahogando y no quiso abordar ninguna de las opciones que fueron a salvarlo porque confiaba en que Dios acudiría en su auxilio… Si entrego esos 600 millones a las autoridades y, más adelante, me toca rogarle al Todopoderoso que me depare una solución para poder vivir con dignidad, podría con toda razón contestarme: Carajo, te mandé un dineral y no lo quisiste, y ahora andas mendigando una minucia. Y es que, desde mi honestidad como ser humano que intenta ser recto en su proceder, no puedo concebir que el destino o el azar coloque en mi camino, sabiendo que me hace falta, esa extraordinaria fortuna solo para probar mi integridad, con el propósito de corroborar si soy capaz de apropiarme de ella o la entrego a otros seres que aplicarán la cuestionada justicia humana. Si la casualidad o los designios divinos la colocaron delante de mí, debe ser para que la aproveche de la mejor manera posible, no para desprenderme de tal riqueza.

No hace falta, por otra parte, profundizar en la corrupción existente en el sistema de justicia de nuestro país; no es un despropósito suponer que, si se les entrega ese botín, se lo repartirán sin ningún escrúpulo quienes deben canalizarlo por los senderos de la legalidad. Y esta es, por tanto, otra razón para quedarme con el dinero. Eso sí, hay que ser muy precavido; no es recomendable comenzar, de un día para otro, con ostentaciones que causen suspicacias en los demás. Las buenas obras son necesarias llevarlas a cabo como agradecimiento por lo que hemos conseguido, pero deben ejecutarse con mucha cautela, sin que nos convirtamos en acaudalados protagonistas que no tienen explicación alguna para justificar su riqueza. La prudencia, en fin, es imprescindible porque debemos ir paulatinamente demostrando nuestra nueva posición económica.

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_{Nota: La imagen perteneciente al autor fue tomada con la cámara del teléfono móvil, modelo: Samsung SM-A135M.}