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En el año 2021, en plena época del Covid 19, mi esposa fue ingresada en el Hospital público de Barcelona, debido a que el implacable virus que mantuvo al mundo en vilo por un buen tiempo la había afectado de forma severa. Necesitaba, entre otras cosas, estar conectada a una mascarilla de oxígeno y la bombona cargada con este gas era demasiado costosa; requería de por lo menos una cada día y obviamente nuestro disminuido presupuesto no alcanzaba para tanto, por tal razón, no quedaba más remedio que llevarla a ese centro de salud.

En un principio, en cuanto estuvimos en la sala de emergencia, nos informaron que podrían subirla a una habitación, donde existían tomas de oxígeno empotradas en la pared, pero debíamos alquilar un flujómetro (el aparato que permite extraerlo para distribuirlo hacia la mascarilla), porque el hospital no tenía; y tuvimos que hacer un enorme esfuerzo para arrendarle ese adminículo esencial a una misteriosa persona que se lo había robado del mismo hospital (no estoy especulando, el bendito flujómetro que nos entregaron tenía un código anotado que así lo indicaba, y ni siquiera tuvieron la precaución de borrarlo).

Una vez en la habitación, ya acostada en su cama, había que hacer milagros para conseguir los medicamentos que hacían falta; lo único que había en el hospital era Omeprazol, el protector gástrico; todo lo demás, los antibióticos, el anticoagulante, las botellas de suero, las vitaminas, los inhaladores nasales, las jeringas, y el sinfín de exámenes que con una inusual frecuencia debían practicarle corrían por cuenta nuestra; además de los alimentos que debía consumir, por supuesto, y todos los líquidos indicados para su recuperación.

El ambiente, por otro lado, era terrible. En una sola habitación había por lo menos seis pacientes, todos infectados con el virus mortal. No era nada extraño entonces que se escuchara una tos soberbia muy cerca, que un poco más lejos alguien emitiera sonoros ronquidos para respirar, mientras parecía buscar el aire con desespero; que una persona mayor rogara que le dieran una pastilla que la durmiera para siempre, que algunos jóvenes gritaran que no deseaban por nada del mundo morirse todavía… pero lo más impactante eran los gritos repentinos de los familiares cuando el enfermo al que cuidaban se marchaba para siempre de este reino.

En una cama cercana a la de mi esposa, falleció un pobre señor cuyos pulmones silbaban sin descanso cada vez que respiraba. Por causa de ese deceso, a todos los demás pacientes los mudaron a otra habitación, porque debían esterilizar muy bien esa donde ocurrió tan lamentable percance. Sin embargo, transcurrieron casi dos días y el cadáver del hombre continuaba allí en el cuarto. Cuando les preguntamos a las enfermeras a qué se debía ese retraso, nos aseguraron que no tenían en ese momento bolsas para trasladarlo, pero que esa tarde llegarían. Pensé que, debido a lo peligroso del virus, debían ser bolsas especiales, como esas que salen en las películas. Sin embargo, me llevé una gran sorpresa en la noche porque vi cómo envolvían al muerto en dos bolsas de esas negras comunes y corrientes, de las que se usan para la basura.

Todos esos amargos episodios, y muchos otros que si los cuento ahora convertirían esta publicación en un texto demasiado extenso, los viví durante 24 días que estuve en el hospital al lado de mi esposa. Allí, rodeado de personas abatidas por los efectos del famoso virus y solo protegido por la emblemática mascarilla, me encomendaba a Dios cada día para que la sanara a ella y me protegiera a mí.

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Invito a los amigos:
@yahnel y
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