When the Cold Awakens || Cuando el frío despierta [Eng/Esp]

The city woke up under a timid sun, hanging in the sky like a promise that never quite managed to warm. I walked along the sidewalks, watching how the light reflected with that icy glow that only appears on winter mornings. The shadows of the trees stretched across the tiles, and although the clock said the day had already begun, the air still bit at my skin.

In the streets, I noticed there weren’t many of us out and about. I, too, hurried my steps, hands deep in my pockets, my breath escaping in little clouds that floated for just a moment before vanishing. The cars moved slowly, as if they too felt the weight of the cold.

But it was when I reached the outskirts that I understood winter reveals its harshest face far from the concrete. Out there, where the city ends, the earth woke up white. It wasn’t snow I was seeing, but frost. A thin layer of ice covered everything: the grass, the dry leaves, the edges of the path. And everything was so still… as if nature, for a moment, had decided to hold its breath.

I felt that the frost was telling a different story. A story of a sleeping countryside, of silence interrupted only by the crunch of my footsteps on the ice. While in the city the sun fought to break through the buildings, there, in front of me, the ice still reigned.

That’s how the day passed for me: between cold sidewalks and frozen grass, between the noise of the city and the calm of the countryside. Two different worlds, yet connected by the same season that paints everything with winter. And in between them, there I was, breathing that icy air that reminded me that the cold, though beautiful, can also be unforgiving.

La ciudad amaneció con un sol tímido, colgado en el cielo como una promesa que no terminaba de calentar. Caminaba por las veredas, viendo cómo la luz se reflejaba con ese brillo helado que solo aparece en las mañanas de invierno. Las sombras de los árboles se alargaban sobre los mosaicos, y aunque el reloj marcaba que el día ya había comenzado, el aire seguía mordiendo mi piel.

En las calles, noté que no éramos muchos los que andábamos por ahí. Yo también apuraba el paso, con las manos bien metidas en los bolsillos y el aliento escapando en pequeñas nubes que flotaban apenas un segundo antes de desvanecerse. Los autos se movían con lentitud, como si también ellos sintieran el peso del frío.

Pero fue al llegar a las afueras cuando entendí que el invierno guarda su cara más cruda lejos del cemento. Ahí, donde la ciudad termina, la tierra despertaba blanca. No era nieve lo que veía, sino escarcha. Una capa fina de hielo cubría todo: el pasto, las hojas secas, los bordes del camino. Y todo estaba tan quieto… como si la naturaleza, por un momento, hubiese decidido contener la respiración.

Sentí que la escarcha contaba otra historia. Una historia de campo dormido, de silencio apenas interrumpido por el crujido de mis pasos sobre el hielo. Mientras en la ciudad el sol peleaba por abrirse paso entre los edificios, ahí, frente a mí, el hielo seguía reinando.

Así pasó el día para mí: entre veredas frías y pasto congelado, entre el bullicio de la ciudad y la calma del campo. Dos mundos distintos, pero conectados por una misma estación que lo tiñe todo de invierno. Y en medio de ambos, yo, respirando ese aire helado que me recordaba que el frío, aunque hermoso, también puede ser implacable.