El sábado pasado un amigo nos animó a subir el cerro el morro, aquí en lechería y ¡que aventuta fue esa! Me encantó porque hicimos una ruta que nunca habíamos hecho, fue mágico

_{Portada de mi autoría creada con PicsArt}

Este fin de semana me agarró con ganas de respirar distinto. De desconectarme de pantallas, tareas, pendienticos y toda esa bulla mental que a veces uno ni se da cuenta que carga encima. Así que agarré mis zapatos de caminar (los que ya tienen historia) y me fui al Cerro El Morro de Lechería, con la idea de explorar una ruta nueva. Nada de los caminos conocidos que ya sé de memoria. Quería algo que me retara… y vaya que lo consiguió.

La subida estaba intensa. Tierra suelta, piedras que te hacen afinar el equilibrio, y tramos donde sentía que mis piernas me mandaban indirectas. Pero había algo poderoso en seguir. En no mirar el reloj. En simplemente avanzar, sentir el sol en la cara y escuchar cómo el viento te despeina con cariño.

En medio de ese esfuerzo, lo que menos esperaba era tener un momento filosófico con un cactus. Sí, un cactus. Alto, firme, solito en medio de esa loma, como quien dice “yo estoy bien aquí, gracias”. Me paré frente a él como si fuera un viejo sabio. Y aunque no habló (obvio), me transmitió un montón. Me dio esa vibra de resistencia tranquila. De belleza que no necesita gritar. Me recordó que uno también puede florecer en medio de terrenos difíciles.

Cuando por fin llegué al mirador, el atardecer me abrazó. Literal. No sé cómo explicarlo sin sonar cursi, pero el cielo tenía esos colores que parecen pintados para ti. El mar brillaba abajo, y todo se sentía en paz. Me senté un buen rato ahí, sin hablar, sin pensar demasiado, solo sintiendo. Y fue ahí donde entendí: lo que estaba buscando no era solo una ruta distinta… era reconectar conmigo misma.

Volví a casa cansada pero feliz. Con los pies doloridos pero el corazón liviano.

Saludos y bendiciones para todos💗💗💗

Todas las imágenes de éste post son de mi autoría y de mi galería personal