Asado y Fernet
El sol de la tarde caía oblicuo, tiñendo de dorado los árboles del fondo y haciendo brillar las hojas como si cada una guardara un secreto. Había en el aire una calma espesa, esa que solo se encuentra en los fines de semana sin obligaciones, donde el único reloj que importa es el del fuego. El murmullo leve del viento, el crujir de alguna rama seca bajo los pies y el silbido constante de una radio de fondo eran la antesala perfecta.
El fuego ya estaba encendido hacía rato, y las brasas, maduras, comenzaban a pintar de rojo intenso el fondo del asador. Se sentía que era el momento justo: ni antes ni después. Sobre la parrilla, los cortes de carne empezaban a dorarse y chispeaban con cada gota de grasa que caía, liberando ese aroma inconfundible que hace cerrar los ojos y respirar más hondo. Un perfume que no se compra ni se fabrica: se construye, se cuida, se comparte.
Las achuras—morcillas, chinchulines, mollejas—estaban alineadas como soldados en espera. Cada una con su ritmo, con su punto justo. El que estaba junto a la parrilla lo sabía bien. No era la primera vez que comandaba el fuego, ni sería la última. Había una sabiduría silenciosa en sus movimientos: girar, mover, salar, dar espacio, y esperar.
A un lado, sobre una mesa improvisada, reposaba el infaltable vaso de metal rebosante de fernet con Coca. Oscuro, con espuma densa que apenas se animaba a bajar, parecía el testigo silencioso de toda la ceremonia. No hablaba, pero decía mucho. Era la pausa entre una vuelta y otra, entre una historia que se contaba y otra que nacía en ese instante.
El fernet, con su amargor terroso y su dulzor de burbujas negras, era el hilo conductor de la tarde. En cada sorbo se disolvía el peso de la semana, se encendía una risa, se alargaba una anécdota. No se tomaba rápido: se saboreaba como se saborean los momentos que uno quiere recordar.
Los demás iban llegando de a poco, saludando sin apuro, sumándose a la ronda como si siempre hubieran estado ahí. Alguien acercó una picada con salamines y pan casero; otro, una segunda botella. Las risas comenzaron a crecer, como el fuego cuando lo aviva el viento. Se armaban discusiones absurdas, chistes reciclados que igual hacían reír, planes que probablemente no se cumplirían, pero igual se soñaban en voz alta.
Porque el asado no es solo comida. Es ritual, es refugio, es excusa. Es una forma de decir "estamos acá", sin tener que decir nada.
Y el que seguía junto a la parrilla, con la pinza en una mano y el vaso en la otra, sabía que ese momento no necesitaba nada más. Solo el calor de las brasas, el sabor de la espera, el humo en la ropa, el eco de una guitarra que quizás más tarde aparezca, y un buen fernet como compañero fiel.
Las fotografías y el texto son de mi autora.
Es una descripción bastante poética de un asado. Saludos!
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