Bajo los árboles
Era una de esas tardes en las que el tiempo parece detenerse. No hacía ni frío ni calor, solo una brisa tibia que movía apenas las hojas secas esparcidas por el patio. Todo estaba en calma, como si el lugar hubiera aprendido a respirar despacio. Desde una de las ventanas abiertas, se escuchaba el vaivén de una cortina y el golpeteo ocasional de una rama contra el techo. Afuera, bajo el cielo levemente nublado, el patio ofrecía su mejor retrato de quietud.
Allí, entre sombras suaves y el perfume húmedo de la tierra removida, algo se movía con sigilo. Era el gato de la casa. Gris, ágil y silencioso, se deslizaba entre los rincones como si cada centímetro le perteneciera. No era un simple animal doméstico: era un guardián sin horario, un explorador discreto de todas las historias que se esconden entre los troncos y las raíces.
Sus patas pisaban con suavidad las ramas caídas, mientras su nariz se hundía en los rastros del día anterior. El aroma a ceniza, a corteza recién astillada y a madera añeja parecía contarle secretos. A unos metros, el hacha descansaba junto a un poste blanco, clavada en el suelo como una bandera sin viento. Junto a ella, los troncos apilados esperaban, pacientes, su destino de fuego.
La madera era gruesa, oscura, marcada por los años. Tenía vetas profundas como arrugas de un rostro que ha visto pasar muchas estaciones. Cada pedazo contaba una historia de tormentas, de veranos intensos y otoños generosos. El gato se acercó con curiosidad, husmeó el aire y luego se sentó a observar, como si entendiera que aquel sitio, aunque lleno de objetos humanos, no dejaba de ser parte de su mundo.
Levantó la vista hacia el árbol más cercano. Las ramas altas crujieron levemente, y el gato pareció escuchar algo que nosotros no podríamos oír. Quizás una ardilla, un recuerdo, o simplemente el lenguaje secreto del viento entre las hojas. Durante unos minutos, no se movió. Permaneció ahí, en silencio, contemplando.
Fue entonces cuando dio media vuelta y, con la misma tranquilidad con la que había llegado, desapareció entre los canteros, rumbo a algún otro rincón de su vasto territorio.
El patio quedó en calma otra vez. Solo el eco leve de un maullido, el crujido de una hoja seca y la presencia serena del hacha sobre la tierra. Como si nada hubiera pasado. Como si el tiempo, una vez más, volviera a detenerse.
Las fotografías y el texto son de mi autoria.