Un día en la cancha

El sonido de mis botines chocando contra el suelo del vestuario marcaba el comienzo de otra jornada. Me senté, como siempre, en la esquina derecha. Era mi lugar, mi ritual. Mientras me ajustaba las medias azul profundo y anudaba con fuerza los cordones de mis botines naranjas, sentí cómo la adrenalina empezaba a recorrerme el cuerpo. Frente a mí, entre mis pies, la pelota. Vieja, rayada, con los colores algo apagados, pero con más historia que muchos libros. Esa Nike había rodado conmigo en cada entrenamiento, cada partido, cada sueño. Era mucho más que un balón: era testigo y cómplice de mi pasión

Salimos al campo. El cielo estaba despejado y el sol nos acariciaba con suavidad, como si también quisiera vernos jugar. La cancha, cercada por redes y estructuras desgastadas, tenía un encanto especial. A pesar del entorno humilde, el corazón de cada jugador hacía que ese pedazo de césped se transformara en un estadio. El pitazo sonó y empezó el juego. Los compañeros, vestidos con petos violetas, corrían de un lado a otro. Yo, con la mirada firme y los sentidos agudos, trataba de anticipar cada pase, cada movimiento. La pelota iba y venía, como si supiera que ese era su lugar natural: entre nosotros. Gritos, choques, sonrisas. Éramos un equipo, éramos fútbol en su forma más pura

El tiempo pasó volando, como siempre ocurre cuando uno hace lo que ama. Cuando el último pitazo sonó, muchos se fueron rápido. Otros se quedaron charlando. Yo me aparté unos metros y caminé hacia la esquina de la cancha. Ese rincón siempre me pareció especial. Desde ahí, observé el campo vacío. La línea blanca marcando el límite, el césped algo desgastado, el silencio de un campo que recién había vivido una batalla de pasiones. Me senté un momento. Cerré los ojos y respiré profundo. En ese instante, entendí —una vez más— que este deporte no se trata solo de goles o victorias. Se trata de pertenencia, de historias compartidas, de aprender, de caer y volver a levantarse. El fútbol, para mí, es hogar.