Morí patas arriba

Foto de mi propiedad tomada con un Infinix Hot
Supongo que fue el gato negro el que me asestó un fuerte manotazo, porque a esas horas de la madrugada doña Florinda no anda barriendo el patio donde yo me la pasaba. Lo cierto fue que en ese instante vi todo más negro que la misma noche y mi espíritu se elevó al igual que una pluma cuando el viento la levanta.
Sí, es cierto. Yo ya estaba muerta y nada me dolía y allá abajo, en el medio de las lozas del patio, yacía mi cadáver. Patas arriba. No sé por qué razón, si yo ya me había marchado de la crueldad del mundo, ¿por qué mis patas aún se movían? Y allá estaba el gato entretenido, jugando con mis restos. Hasta que se cansó, perdió el interés y se alejó trepando por el árbol de limón para luego pasar al filo de la cerca, caminando tranquilo y mirando hacia el horizonte, como si disfrutara del paisaje nocturno y del canto de los grillos. Fue cuando pensé: "Gato desgraciado, cómo vino a terminar con mi vida en un abrir y cerrar de ojos. Ni siquiera me comió. Me mató como si estuviera practicando un deporte".
Mi cadáver quedó inerte y en el acto llegaron las hormigas. Primero eran pocas y luego muchas. Comenzaron a vaciar mis entrañas. En cosa de unos pocos minutos la mayor parte de mis órganos fueron cortados y llevados a un agujero de por allí cerca. Tuvo razón el filósofo que dijo: "Nada se pierde, todo se transforma". Es decir que mi muerte no ha sido tan inútil, pues servirá para alimentar a un ejército de hormigas. Y, además, las hormigas le servirán de alimento a los pájaros, a los cucaracheros flautistas que anuncian la llegada del nuevo día.