Cada joven tiene una historia diferente. La mayoría le daban las gracias a Dios, porque no habían muerto en el accidente. Sin embargo, los relatos sobre los accidentes y las causas de los mismos eran para erizarnos la piel: "Yo estaba aprendiendo y perdí el control de la moto"; "Iba a exceso de velocidad"; "el carro no me vio", y pare usted de contar.

Recientemente, mi vecina Raquel perdió a su único hijo en un accidente de moto. Él había tomado alcohol y amaneció con unos amigos; en el trayecto a su casa no vio un obstáculo que había en la carretera, chocó contra él y allí murió instantáneamente.

Su madre es una mujer de sesenta años. Ella no quería que su hijo se comprara la moto, porque era un muchacho tomador. Sin embargo, él nunca le hacía caso. Ahora él está muerto y ella, de alguna manera, también. Pasa semanas sin salir de su casa. Su vecina de al lado decidió sacarle una copia a las llaves de su casa, porque teme que Raquel atente contra su vida, ya que casi no se alimenta. Pasa días sin asearse y llora a cada rato de manera inconsolable.

Ella se echa la culpa de la muerte de su hijo, porque dice que le debió haber completado para que más bien se comprara un carro, y no una moto.

Cuando escucho sobre la situación de Raquel, el pecho me duele, porque así como ella, hay muchas madres, esposas e hijos que han perdido a sus seres queridos, debido a accidentes con motos. Creo que el problema no es el vehículo, sino la inmadurez con la que se conduce el mismo.

Lo peor del caso es que tener una moto se está convirtiendo en el sueño anhelado tanto de mujeres como de hombres. Al parecer la muerte anda con el moño suelto y los jóvenes le están sirviendo sus vidas en bandeja de plata. Y hablo de jóvenes, porque son escasos los accidentes de personas mayores.

Este escrito es un desahogo, a través del cual planteo una preocupación social.