El milagro que nació en un día
Dicen que Israel saltó a la historia en un chasquido, como decía Isaías. Pero la realidad es más jugada y menos divina.
En el ’48 Ben‑Gurión tiró el dado y proclamó el Estado de Israel. Y mucha gente dijo “¡eh, lo dijo Isaías! Una nación nace en un día”. Suena bárbaro, poético, pero ojo: Isaías no hablaba de un país con parlamento, afiches de campaña ni presidente con corbata. Hablaba de un retorno espiritual, de un pueblo que vuelve después de un exilio, no de la constitución de un Estado con embajadores.
Después, el texto bíblico ese, el famoso Ezequiel con los huesos secos, se usó para pintar la inmigración masiva después de la guerra. Pero la posta es que es más una metáfora de renovación interna que una crónica de viajes y aeropuertos. No hay selfies con la bandera ni discursos en la ONU en el original.
Y si te fijás bien, el Estado de Israel tardó en poner a Dios en la declaración de independencia; de hecho, casi ni lo nombraron, para no romperle las bolas a nadie. Más pragmáticos que santos, viste. Eso de “cumplimiento profético” suena más a un slogan para el púlpito que a un hecho histórico literal.
Por eso, aunque a muchos les guste la idea de un milagro instantáneo, la realidad es un poco más turbia. Fue laburo político, lobby internacional, y mucho puterío diplomático. Eso sí, con un verso bíblico viejo que alguien reciclaría para vender el paquete.
Como diría cualquier porteño en un bar: “qué lindo que suena ‘nació en un día’, pero si lo mirás con ganas, te das cuenta que es como decir que hiciste un asado solo porque prendiste el fuego. La carne, después, la tenés que cocinar con paciencia”.