Todo empezó con el paso del cometa C/2025 D1 (Gröller).

Supuestamente pasaría cerca de la tierra y yo, al ver las zonas donde se podría ver con mayor claridad, maldije mi situación geográfica y me fui a dormir sin poder conseguirlo hasta que me levanté, comí una banana y ahí sí que perdí la consciencia.

Cuando salí a trabajar noté que el clima estaba normal. Cálido y soleado propio de la víspera de fin de año y comienzos del nuevo. Me detuve en una parada a esperar el autobús y noté que al otro lado de la carretera una mujer que no se movía.

Ella usaba una falda blanca y ancha, tenía el cabello largo recogido en una cola de caballo. Lo raro es que la cola con cada hebra que la conformaba estaba estática. Había un viento leve que apenas sacudía las copas de los árboles y los arbustos que superaban el metro de altura.

Las ondas de la falda estaban congeladas. Las más elevadas parecían hechas de algún material que no fuese tela. Al sentarme en el puesto que conseguí en el vehículo, giré a tiempo para ver a la mujer recuperar la motricidad.

Mi trabajo como director general en la biblioteca me daba la sensación de tener control en la vida. Al menos, dentro de los límites de la biblioteca, las categorías y las normas son como un oasis en medio de una ciudad caótica cuyo centro parece una copia de alguna metrópoli europea y que en su periferia es tan marginal como cabría esperar dada su verdadera ubicación.

El Gröller causó daños en mi lugar de trabajo, pero amo cómo todo está ahora. Ninguno de mis subalternos ha sospechado del gran pedazo de roca.

Cuando las tormentas eléctricas hurtan la luz, fuegos fatuos se encienden y, dependiendo de cuántos se agrupen en una zona específica, puede haber una iluminación cuasi diurna o somera.

Las salamandras salen de las canaletas e irrumpen en la estructura para acercarse al elemento que cela el mundo de la solidez y lo grosero.

Los más paranoicos temían que hubiese una fuga de gas por lo que intentaron salir corriendo del lugar mientras marcaban el número de emergencias hasta que uno de los pasantes señaló que de haber tal fuga, hubiésemos muerto minutos u horas antes.

Roedores similares a musarañas corretean en las estanterías y roban comida de los bolsos de los empleados. En un intento de acabar con la plaga, un ejemplar fue asesinado a batazos. Cuando observaron el cadáver más de cerca, notaron que el animal tenía colmillos anormalmente largos y que su relación con las ratas era aparente.

—Si mi hijo viera esto, le daría una nuez —comentó uno de los empleados de mediana edad.

—Y tendríamos que evitar que la siembre en una capa de hielo, sino tendríamos que salvarnos a lo largo de seis películas —agregó justo el más gruñón del grupo.

—No, una capa no. Un glaciar.

—O un volcán.

—Tengo que tomarle una foto.

—Mejor búscate uno que esté vivo. Sino se pondrá a llorar.

Días más tarde y, para horror de algunos de nosotros, insectos de apariencia desconocida surgieron del infierno y llenaron de hilos de producción propia las oficinas sin usar y las aristas más altas de las bóvedas del lugar.

—Insecticida —chilló José, un hombre gordo de cabello rizado y apariencia algo infantil—. No será suficiente.

—Cálmate, Gregory —dijo Marcela de forma despectiva—. Hay que llamar a control de plagas.

—¿Crees que control de plagas podrá con estos bichos?

Buscando por las redes descubrimos que los insectos eran arañas prehistóricas que se materializaron de la misma forma que los cronopios.

—Bueno, iré a mi oficina a transcribir la carta de renuncia —anunció el gruñón pisando fuerte.

—¿De verdad? —chilló José.

—No esperaré a que aparezca un tiranosaurio a que me coma.

Esta última oración hizo eco en el pasillo antes de apagarse entre las paredes.

—Creo que en nuestro caso será un Giganotosaurio.

—Yo preferiría eso en vez de las arañotas —chilló José.