La promesa de un día
A veces, uno no planea salir a caminar. Simplemente ocurre. Como si el cuerpo, antes que la mente, supiera que necesita moverse, respirar, mirar el mundo con otros ojos. Esa mañana, sin saber por qué, me puse los zapatos, cerré la puerta detrás de mí y empecé a andar.
No eran más de las siete. El barrio todavía parecía envuelto en un suspiro largo, como si no hubiera terminado de despertar. Las persianas cerradas, las luces tenues detrás de alguna ventana, el leve olor a café escapando por las rendijas de las puertas. Y sobre todo, ese silencio espeso, casi sagrado, que solo existe en los primeros minutos del día.
El sol ya había trepado por el horizonte, pero no con timidez. Su luz caía oblicua, intensa, dorando las hojas de los árboles y encendiendo la vereda mojada, que relucía como si hubiese llovido durante la noche. No era agua común la que cubría el suelo: parecía una mezcla de sueños derretidos y promesas recién hechas.
Los autos, alineados como piezas de ajedrez en pausa, parecían aún dormidos, negándose a arrancar el día. Las casas bajas proyectaban sombras alargadas que se cruzaban con las de los árboles, dibujando figuras cambiantes sobre el asfalto agrietado. Cada paso que daba se sentía como una pequeña ceremonia, una forma silenciosa de agradecer ese instante suspendido.
Las baldosas, gastadas pero brillantes, devolvían el sol en destellos irregulares, como si el suelo estuviera hecho de espejos rotos. Me detuve frente a uno de esos reflejos, hipnotizado por la forma en que la luz danzaba sobre la superficie húmeda. En ese fragmento de claridad vi algo más que una simple mañana: vi la posibilidad de un comienzo, el vértigo de lo inesperado.
Nada en esa calle era especialmente bello, y sin embargo, todo lo era. Tal vez por la calma. Tal vez porque, en su aparente normalidad, guardaba la textura del tiempo vivido: huellas invisibles, voces apagadas, el eco de otras caminatas. Allí no había monumentos ni vitrinas, solo la historia cotidiana que se escribe en silencio.
Un zorzal cantó desde un cable, su silueta recortada contra el cielo ya sin nubes. El canto agudo rompió la quietud con la delicadeza de una caricia, como si el día mismo se hubiera decidido a empezar justo en ese instante.
Seguí caminando, sin rumbo, sin apuro. No buscaba llegar a ningún lado. A veces, simplemente se trata de caminar por caminar. De encontrar belleza en lo que no pide ser visto. Y cuando, más adelante, el sol se alzó aún más alto y la vereda empezó a secarse poco a poco, supe que esa calle ya no sería la misma.
Tampoco yo.
Texto y fotografías de mi autora.