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Cuando la abuela sacó la desgastada postal del antiquísimo cofre que guardaba en su habitación y nos dijo: Esta soy yo, aquí estoy con mi madre visitando al abuelo; todos nos vimos las caras y nos dispusimos, como siempre, a seguirle la corriente. Ya estábamos acostumbrados a esos obsesivos regresos al pasado que hacía su memoria y que la transportaban de manera íntegra a unos tiempos en que ella se encontraba sumamente activa por estos predios. Casi todos los días debíamos detenerla, apaciguar sus ímpetus o emplear la fuerza, en los momentos en que no había otra solución, para que se quedara quieta en casa, para que no saliera a realizar los mismos viajes que había hecho en su juventud ni se fuera a las fiestas o reuniones que solo estaban en su pobre cabeza afectada por el alzhéimer.

Pero todo eso que revivía formaba parte de sus recuerdos, eran hechos que realmente habían sucedido en ese pretérito período de alegrías y dificultades en este pueblo oriental donde había pasado toda su existencia. Era esta la primera vez que su mente se centraba en un acontecimiento irreal, extraído además de una imagen con unas personas y un ambiente que en nada se parecían a la gente de nuestro país. Muy poco tenía que ver esa ropa que usaban los personajes de la postal con nosotros ni jamás vimos a ningún hombre por aquí utilizando una pipa tan larga como esa, pensaba yo en ese momento, mientras que ella continuaba hablando como si nada.

Este abuelo, dijo señalándolo con su dedo índice, era un gran inventor; ese aparato que se ve ahí, como que fuese una rueda de bicicleta, era un desalinizador de agua marina que creó para proporcionarles agua dulce a todos sus vecinos; también fabricó una máquina que recolectaba el trigo y un envase que mantenía el café caliente todo el día. Y cómo se llamaba ese abuelo tuyo, preguntó mi hermana Rosaura para demostrarle que estábamos interesados en su curiosa perorata, y ella respondió, sin pensarlo siquiera: Frederik Emil Nielsen, en su juventud fue también un navegante aventurero que le dio la vuelta al mundo; yo tenía apenas ocho años cuando murió.

Nuestro hermano menor, Rómulo, que había estado atento a la conversación sin decir ni una palabra, intervino de repente para comentar, sin ánimo de seguirle la corriente a las palabras de nuestra abuela, haciendo gala de la imprudencia y el sarcasmo desfachatado de su adolescencia: Pero esa gente no parece de aquí, abuela, se visten raro y el señor es igualito al viejo de la Avena Quáker. Ella entonces se le quedó mirando sorprendida para contestarle: ¡No seas pendejo, muchacho del carrizo, esos son recuerdos de mi vida anterior! Y empezó a hablar en un idioma enrevesado y desconocido para nosotros, hasta que se detuvo para aclararnos: Eso es danés, para que lo sepan.

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Invito al amigo @etoro a participar en esta edición del concurso Arte y escritura