Habíamos ido a pescar la noche anterior y, al momento de prepararnos para volver al muelle y repartir los pescados, los pelícanos sintieron el aroma de la caballa y llegaron en bandada. Volaron en círculos sobre nosotros a lo largo de todo el regreso al muelle del pueblo donde vivíamos.

Mientras amarrábamos el bote, los pelícanos caminaban en la arena, sobre la madera del muelle, del bote o, ya cansados, chapoteaban en el agua como si fueran cisnes -aunque con menos gracia-. Les lanzábamos las tripas de los pescados y aquellas especies no comestibles que quedaban atrapadas con las presas comerciales.

—Devuélveme esa cosa, maldito animal.

El grito de Miguel, me hizo doler la cabeza a la vez que me dio risa. Me volteé y lo vi persiguiendo a uno de los pájaros que tenía su reloj de pulsera en el pico.

—Pero lánzale unas tripas o algo para que lo suelte y lo recojas —sugirió Julio, ya cansado.

Haciendo caso a su consejo, Miguel esperó a que la bandada de pájaros se apartase del punto donde arrojó la carnada y se puso a buscar su reloj. Al no encontrarlo, masculló unas maldiciones y le lanzó una piedra a los animales.

—Se supone que no debías traer eso. En especial si ibas a hacer trabajo manual —comentó Rolando antes de cerrar la venta a los vecinos cercanos.