En un pueblo donde escaseaba la comida, pero el chisme abundaba, tía Julia, después de escuchar todos los cuentos del sector y agregarles unos detalles bien exagerados, llegaba a casa tranquila. Ella se las ingeniaba con los chismes para así darles de comer a sus tres hijas. Según ella, el chisme le daba de comer.

Mientras las niñas se sentaban en la puerta a esperar su porción de comida, una gallina se acercaba de manera silenciosa. Se colocaba estratégicamente a un lado, con la mirada fija en el cucharón de madera, esperando que, por un descuido, cayera aunque fuera un granito al suelo.

Pero la gallina sabía que su vida dependía de unas migajas. Porque si tía Julia lograba atraparla, sería el próximo plato de comida, con arroz y jugo de papelón con limón.

—Hoy les traigo un poquito de comida que me dio la señora Mariela —decía tía Julia con voz baja—, cuando le conté que el marido de Teresa le es infiel con la que vende mangos en el pueblo. Aunque me dijo que el señor José esta muy grave, espero que Dios lo llame rapidito, para nosotras poder ir al funeral y a los rezos, tendremos cena segura por nueve días.

Mientras tanto, la gallina caminaba pasito a pasito, disimulando, hasta que una de las niñas, con el corazón blandito, dejó caer intencionalmente un trocito. Sabía que su mascota también tenía derecho a comer.

La gallina, con una rapidez, atrapó la migaja y huyó como si la estuvieran persiguiendo.

Tía Julia alzó la ceja, la cuchara y la voz.

—¡Gallinita! ¡Un día de estos serás un delicioso caldo o quizás cena, todo depende de la hora en que te agarre.

La gallina entendió sus palabras… y se fue a esconder detrás del gallinero mientras que tía Julia terminaba de repartir la comida entre sus hijas.

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