UN CUENTO DE NAVIDAD

En un pequeño pueblo escondido entre montañas nevadas, vivía una niña llamada Sofía. Sofía amaba la Navidad más que a nada en el mundo. No tanto por los regalos, sino por la calidez que llenaba los corazones de la gente, las luces brillantes que decoraban cada hogar y la promesa de magia en el aire.
Este año, sin embargo, la Navidad se sentía diferente. Una fuerte tormenta de nieve había azotado el pueblo días antes, bloqueando los caminos y dejando a muchas familias sin provisiones. El espíritu festivo parecía haberse congelado junto con el paisaje.
Sofía, a pesar de la preocupación que veía en los ojos de sus padres, se negaba a perder la esperanza. Cada noche, antes de dormir, miraba por la ventana las luces titilantes que aún resistían la furia del invierno y soñaba con una Navidad llena de alegría.
La víspera de Navidad llegó con un cielo plomizo y más nieve cayendo. El sonido del viento aullando era el único que se escuchaba. Sofía sintió un vuelco en el corazón. ¿Cómo llegaría Santa Claus con este clima?
Decidida a hacer algo, Sofía se puso su abrigo más abrigador, tomó una linterna y salió a la nevada calle. Caminó con cuidado, dejando pequeñas huellas en el manto blanco, hasta llegar a la plaza del pueblo. El gran árbol de Navidad, usualmente resplandeciente, estaba oscuro y cubierto de nieve.
Con una profunda tristeza, Sofía se acercó al árbol y lo abrazó. Cerró los ojos y susurró: "Querida Navidad, por favor, no nos olvides".
En ese instante, sintió un pequeño escalofrío y al abrir los ojos, vio una suave luz que emanaba desde la base del árbol. Sorprendida, se arrodilló y apartó la nieve. Allí, encontró una pequeña caja de madera.
Con manos temblorosas, Sofía abrió la caja. Dentro, no había oro ni joyas, sino pequeñas velas de colores y una nota escrita con una letra elegante: "La verdadera luz de la Navidad reside en el corazón. Compártela".
Sofía comprendió el mensaje. Corrió de vuelta a su casa y les mostró el contenido de la caja a sus padres. Juntos, hicieron pequeñas velas con la cera y las distribuyeron entre sus vecinos.
A medida que cada hogar encendía su vela, una suave luz comenzó a iluminar el pueblo. Poco a poco, otros se unieron, compartiendo sus propias provisiones y ofreciendo ayuda a quienes más lo necesitaban. El sonido del viento fue reemplazado por risas y villancicos.
Esa noche, aunque la tormenta seguía azotando afuera, el pequeño pueblo brillaba con una luz cálida y especial. Sofía se dio cuenta de que la magia de la Navidad no dependía de la nieve ni de los regalos, sino de la bondad y la unión de las personas. Y esa fue la Navidad más hermosa que jamás había vivido.